El sonido tierno y cálido de los cascos de dos corceles
andaluces contra los adoquines de la calle conseguía abrirse paso entre la
multitud. El sol placaba sin piedad en la plaza de España de Sevilla. El calor
se pegaba al cuerpo, escalando cualquier tramo, por muy inhóspito que fuese y
por mucha dificultad que mostrase. Sólo las botellas de agua fría que se
vendían en cada esquina eran capaces de librar una batalla cara a cara, sin
espadas ni escudos, con las altas temperaturas de aquellos días. Una ola de
calor atravesaba la península Ibérica y para una turista americana, la
supervivencia se presentaba tan dura como la de Dante en pleno infierno,
emprendiendo el recién iniciado viaje, en la búsqueda de su amada Beatriz.
Saboreaba una delicia de hielo con chocolate de Starbucks. Entre el rumor de la
gente y el vaivén de sus pasos convertidos en mareas absorbentes y en bailes
imposibles, se imaginaba esquimal dentro de un Iglú en el pleno círculo polar.
Caminaba distraída, con su cámara Canon al cuello, deseosa de buscar algún
momento, alguna sonrisa o algún lugar, digno de permanecer inmóvil en el
tiempo. Entre los rumores lejanos, descubrió una voz clara en la penumbra, que
quería llegar a sus oídos como el pentagrama del canto de las sirenas en la
épica Odisea de Homero.
—El futuro está en tus manos, preciosa. —Una voz solemne y misteriosa captó su atención. Detrás de esos labios se escondía una enigmática sonrisa gitana. Se trataba de una chica joven, de no más de treinta y cinco años, que se había instalado en una pequeña esquina de la plaza y que aseguraba leer el futuro. —No tienes que esperar para saber que te depara. Te aseguro que nadie como una gitana de aquí te va a enseñar cómo va todo esto. ¡Anímate chiquilla!
Nunca supo que fue lo que la convenció, quizá la esperanza de poder fotografiar sus profundos ojos negros, pero la verdad es que a pesar de todas sus ideas escépticas, le dejo caer varias monedas encima de su pequeño puesto improvisado y se sentó en frente. Extendió su mano y la depositó encima de la mesita con delicadeza. Los dedos de la mujer escrudiñaron cada centímetro cuadrado de la palma de su mano, dibujó y desdibujó cada línea, cada forma y cada dibujo. El tacto de la piel gitana contra la suya, creaba un divertido y placentero cosquilleo que le recordaba a los masajes que se hacía mutuamente con su mejor amiga en educación básica. La gitana le auguró una vida llena de sabiduría, de experiencias novedosas, de amor y de viajes. Una vida larga y provechosa, como a la que pocos pueden aspirar. Y aunque tuviera dieciséis años y ha pasado mucho tiempo, las palabras de la española nunca se le han olvidado.
—Tu alma es pura ¿sabes, niña? No dejes que entren en tu
mundo fácilmente, entra tú en el de los demás y construye una muralla
suficientemente gruesa para que nadie la pueda atravesar. Deja que sólo
aquellas personas que realmente corran, salten y vuelen por ti, puedan
sortearla.
Ellie iba recordando las palabras de aquella gitana y su paseo por las calles de Sevilla mientras volvía a casa. Acababa de salir de una fiesta en casa de Ralph y todos iban demasiado borrachos como para subirse en un coche con alguno. Avanzaba con pasos lentos y canturreaba una melodía inventada. Atravesaba una carretera secundaria sin apenas luz porque era el camino más corto hasta su destino. Eran las cuatro de la madrugada y no había alma que pudiese ayudarla en caso de que perdiera el rumbo en un estúpido despiste. El alcohol se había adueñado de parte de sus facultades y de su conciencia y aunque el frío le rasgaba la piel a tiras, no le importaba. Andaba despreocupada en una suerte de comedia griega y le daba igual ocho que ochenta. A lo lejos, unos focos blanquecinos iluminaron el trayecto, creándole la compañía de su propia sombra en el arcén de la carretera. Un volvo azul se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.
Ellie iba recordando las palabras de aquella gitana y su paseo por las calles de Sevilla mientras volvía a casa. Acababa de salir de una fiesta en casa de Ralph y todos iban demasiado borrachos como para subirse en un coche con alguno. Avanzaba con pasos lentos y canturreaba una melodía inventada. Atravesaba una carretera secundaria sin apenas luz porque era el camino más corto hasta su destino. Eran las cuatro de la madrugada y no había alma que pudiese ayudarla en caso de que perdiera el rumbo en un estúpido despiste. El alcohol se había adueñado de parte de sus facultades y de su conciencia y aunque el frío le rasgaba la piel a tiras, no le importaba. Andaba despreocupada en una suerte de comedia griega y le daba igual ocho que ochenta. A lo lejos, unos focos blanquecinos iluminaron el trayecto, creándole la compañía de su propia sombra en el arcén de la carretera. Un volvo azul se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.
—¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que te lleve a algún lado? —Un
hombre de unos cuarenta y cinco años, medio calvo, con gafas y la foto de sus hijos
sobre la guantera le dedico una sonrisa paternal desde el interior del coche.
La despreocupación por la realidad que en aquel momento
embargaba a Ellie, le hizo abrir aquella muralla que se había construido
durante años, a un total desconocido, a las tantas de la madrugada, en un
paraje completamente solitario. Demasiado arriesgado, pensaría cualquiera.
Subió a su coche y sintió el calor del motor, el tacto de los sillones de piel
y la dulce canción que sonaba en la radio. El coche la iba meciendo lentamente
y ante su somnoliento movimiento, sus parpados fueron entornándose cada vez
más, hasta que se sellaron en un beso aletargado entre unas pestañas que
llegaban al infinito.
Las luces se fundieron y arañaron su corazón.
Las luces se fundieron y arañaron su corazón.
La foto de la joven con su sonrisa imperturbable aguardó
durante meses las calles de Tennessee, hasta que su cuerpo, sin su último
aliento y huérfano de alma, apareció a las afueras del tan famoso Heartbreak
Hotel.
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