Aquel viaje en furgoneta por Italia durante el verano del 1975 nos
cambió el alma para siempre. No sé si serían las noches sin dormir o las
cervezas debajo del asiento del copiloto. Puede que las partidas a las
cartas o a lo mejor la risa tonta que nos entraba con cada calada de
marihuana. Las carreteras se enmascaraban infinitas y eternas, pero los
Rolling Stones nos hacían cantar a grito pelado, enfrentándonos al frío y
al cansancio de un bucle finito de amaneceres y puestas de sol. Nuestro
velero con ruedas, maquillado con flores hippies, nos protegía del
desamparo casi otoñal y del cielo descubierto. El dinero que nos
ahorramos en hoteles lo tuvimos que gastar en gasolina, pero nunca me he
arrepentido de ello. Éramos libres, eso seguro. Teníamos la fuerza y
las ansias de hacer de nuestra vida algo extraordinario. Y aunque en ese
momento no lo sabíamos, el espíritu rebelde de Walt Whitman nos
acompañaba en silencio mudo. Nos saltamos las visitas obligadas y los
viejos monumentos. Años después disfrutaríamos de ellos con una madurez
de la que en ese momento carecíamos. Y fue mejor así. Cuando llegamos a
casa se me había olvidado lo que era hacer una cama y mi madre me
gritaba cada día que me habías asalvajado. Nunca se equivocó del todo
¿sabes? Aunque en mi mochila se escondía entre la ropa sucia el último
de Delibes, confieso que nunca había tardado tanto en acabarme un libro.
Había encontrado algo más fuerte que las páginas sintonizadas y el olor
a tinta en la yema de los dedos. Eran tus caricias que me quemaban en
la piel. El roce de tu cuerpo templado traspasándome tu calor y tus
delirios. Lo nuestro era más real que cualquier historia de amor narrada
en la literatura. Esa mirada negra que estrujó mi ser mientras hacíamos
el amor superó cualquier rebelión del 68, cualquier verso de Rimbaud.
La felicidad había pasado de visita, y como le caímos tan bien decidió
quedarse con nosotros. Sólo nos faltaba una guardilla en cualquier
rincón barriobajero lleno de niebla, cerca de tugurios cavernosos donde
poder emborracharnos hasta perder el sentido, donde poder llenarnos del
poco ambiente bohemio que quedaba de los sesenta. Bill Gates acababa de
fundar Microsoft y el mundo entero empezaba a volverse loco. Y allí en
medio estábamos nosotros, inmersos en nuestro amor y en nuestra
descabellada juventud. Antes de ese viaje creía saber lo que era el
amor. Cuando volvimos a Madrid después de dos meses acompañando los
despertares con trozos fríos de pizza y dulces "Buongiorno, principessa!",
sabía que el amor tenía un significado diferente al que imaginaba en un
principio. Aprendí a tocarlo, a dejarlo caer entre mis dedos, a
extenderlo con besos por tu espalda y a guardarlo en frascos de cristal
para cuando las sequias atacaran los prados.
Pero de eso ya hace muchos años. Y ahora, cada vez que el cielo
explota en luces infinitas, mientras me caliento un chocolate en el
microondas, recuerdo tu sonrisa en el Coliseo romano, tus rugidos fieros
y tus poses de gladiador. Y antes de apagar las luces, al mismo tiempo
que me fundo con las sábanas, te miro y te acaricio el pelo suavemente
por miedo a despertarte. Cerrando los parpados lentamente, te beso con
ternura la comisura derecha de tus labios y me deshago en tu cuerpo y en
tu cintura, enredo mis sueños con los tuyos y dejo que las vigas de
madera roída sujeten nuestros cuerpos abatidos por el tiempo. Hasta que
el sol llega de nuevo por la ventana, mi cuerpo es una extensión del
tuyo.
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